La Incubadora o ¿en qué diablos me metí?
El viaje Monterrey-Dallas-San José, lo había tomado ya, de ida y de vuelta, docenas de veces cuando había trabajado para otras empresas de Silicon Valley. Sabía que el viaje consumiría la mayor parte del día y que llegaría a San José a media tarde. Le avisé de mi itinerario a mi conocido ( a quién a continuación llamaré Fred), por lo que al descender a la sala principal del aeropuerto de San José, al pie de la escalera eléctrica, estaba Fred, desplegando su gran sonrisa y con los brazos abiertos.
Después de un abrazo a la mexicana, me dijo: "Vamos directo a la oficina para que conozcas a los chicos." El término que utilizó en inglés fue "the kids" y esto me incomodó un poco, porque me imaginé a unos chicos de la edad que tenían mis hijos entonces, 14 y 15 años.
Ya en el auto de Fred pregunté, "¿Dónde está la oficina de los chicos?" Enfaticé "los chicos" y Fred rió comprendiendo mi sarcasmo.
"Está en el Parque de Incubadoras de San José," contestó.
El Parque de Incubadoras de San José era un edificio de un piso que parecía más bien una enorme bodega, más que la matriz donde se estaban gestando futuras empresas. El interior del edificio estaba dividido en dos docenas de "oficinas" que no eran otra cosa que cubículos con una puerta. Ofrecían algo de privacidad pero no mucha pues tres de las paredes del cubículo eran mitad madera mitad cristal. La cuarta pared era de concreto pues los cubículos estaban distribuidos en la periferia del edificio. El área central, alrededor de la que estaban distribuidos los cubículos, estaba amueblada por media docena de viejos sofas y algunas plantas cansadas. "Es," me explicó Fred, "el área de visitantes."
"Espérate aquí," me dijo Fred señalando uno de los viejos sofás, "voy por los chicos."
En lugar de sentarme, aproveché para ir a ver el interior de los cubículos. Cada uno contaba con lo mismo: un par de escritorios pequeños y sus sillas y una mesita sobre la cual estaba, por lo general, una cafetera, una impresora y un paquete de hojas para impresora. Todos los cubículos estaban ocupados. En cada uno habían dos, tres y hasta cuatro chicos.
En el camino, Fred me había explicado que la ciudad de San José ofrecía estos cubículos en las incubadoras a un precio módico (creo que eran $150 dólares al mes.) Cada cubículo contaba on un teléfono, conectividad a la Internet, una impresora y una cafetera, más luz, agua y limpieza general.
Las incipientes empresas no podían estar ahí para siempre. Creo que el tiempo máximo que se podía estar en la incubadora era un año. Cuando llegué, los chicos ya habían estado en la incubadora dos meses.
Oí que me llamaban. Era Fred, quien venía acompañado de dos chicos que, si bien no eran de la edad de mis hijos, no les aventajaban mucho en edad.
"Te presento a Robert y John," dijo Fred.
Al escuchar el apellido de Robert y ver su apariencia me di cuenta porque Fred me consideraba "perfecto" para unirme a esta empresa como un especia de "mentor," pues era evidente que Robert el "CEO" de la minúscula empresa era latinoamericano, y de hecho, sabría después, de descendencia mexicana.
Robert era hijo de inmigrantes legales mexicanos. El mayor de cuatro hermanos y hermanas, había graduado de Stanford con una licenciatura en ingeniería y una maestría en administración de empresas. John, por otro lado, había sido compañero de clases de maestría de Robert. John tenía permiso, como todo graduado de una maestría en Estados Unidos, de trabajar un año en el país, pero no pensaba contratarse con una empresa americana y pensaba regresar a su nativa Alemania.
Tuve conocimiento de todo lo anterior cuando nos sentamos a platicar en el "área para visitantes."
Finalmente, pregunté: "Y, ¿a qué se va a dedicar esta empresa?
Robert y John intercambiaron miradas y luego Robert contestó, "Pues, como lo dice su nombre: a imprimir cosas."
Ya en el auto y rumbo a mi hotel, le dije a Fred, "¿Qué diablos es esto? ¿Cómo que se van a dedicar a 'imprimir cosas?' ¡No tienen la menor idea de lo que están haciendo!"
Fred, desplegando su mejor sonrisa me dijo, "Bueno, para eso estás tú aquí, para definir de qué se trata la empresa."
En ese momento pensé, pero no lo dije, "¿Qué diablos estaba pensando cuando decidí no firmar el contrato que me ofreció la empresa de Atlanta?"
Después de un abrazo a la mexicana, me dijo: "Vamos directo a la oficina para que conozcas a los chicos." El término que utilizó en inglés fue "the kids" y esto me incomodó un poco, porque me imaginé a unos chicos de la edad que tenían mis hijos entonces, 14 y 15 años.
Ya en el auto de Fred pregunté, "¿Dónde está la oficina de los chicos?" Enfaticé "los chicos" y Fred rió comprendiendo mi sarcasmo.
"Está en el Parque de Incubadoras de San José," contestó.
El Parque de Incubadoras de San José era un edificio de un piso que parecía más bien una enorme bodega, más que la matriz donde se estaban gestando futuras empresas. El interior del edificio estaba dividido en dos docenas de "oficinas" que no eran otra cosa que cubículos con una puerta. Ofrecían algo de privacidad pero no mucha pues tres de las paredes del cubículo eran mitad madera mitad cristal. La cuarta pared era de concreto pues los cubículos estaban distribuidos en la periferia del edificio. El área central, alrededor de la que estaban distribuidos los cubículos, estaba amueblada por media docena de viejos sofas y algunas plantas cansadas. "Es," me explicó Fred, "el área de visitantes."
"Espérate aquí," me dijo Fred señalando uno de los viejos sofás, "voy por los chicos."
En lugar de sentarme, aproveché para ir a ver el interior de los cubículos. Cada uno contaba con lo mismo: un par de escritorios pequeños y sus sillas y una mesita sobre la cual estaba, por lo general, una cafetera, una impresora y un paquete de hojas para impresora. Todos los cubículos estaban ocupados. En cada uno habían dos, tres y hasta cuatro chicos.
En el camino, Fred me había explicado que la ciudad de San José ofrecía estos cubículos en las incubadoras a un precio módico (creo que eran $150 dólares al mes.) Cada cubículo contaba on un teléfono, conectividad a la Internet, una impresora y una cafetera, más luz, agua y limpieza general.
Las incipientes empresas no podían estar ahí para siempre. Creo que el tiempo máximo que se podía estar en la incubadora era un año. Cuando llegué, los chicos ya habían estado en la incubadora dos meses.
Oí que me llamaban. Era Fred, quien venía acompañado de dos chicos que, si bien no eran de la edad de mis hijos, no les aventajaban mucho en edad.
"Te presento a Robert y John," dijo Fred.
Al escuchar el apellido de Robert y ver su apariencia me di cuenta porque Fred me consideraba "perfecto" para unirme a esta empresa como un especia de "mentor," pues era evidente que Robert el "CEO" de la minúscula empresa era latinoamericano, y de hecho, sabría después, de descendencia mexicana.
Robert era hijo de inmigrantes legales mexicanos. El mayor de cuatro hermanos y hermanas, había graduado de Stanford con una licenciatura en ingeniería y una maestría en administración de empresas. John, por otro lado, había sido compañero de clases de maestría de Robert. John tenía permiso, como todo graduado de una maestría en Estados Unidos, de trabajar un año en el país, pero no pensaba contratarse con una empresa americana y pensaba regresar a su nativa Alemania.
Tuve conocimiento de todo lo anterior cuando nos sentamos a platicar en el "área para visitantes."
Finalmente, pregunté: "Y, ¿a qué se va a dedicar esta empresa?
Robert y John intercambiaron miradas y luego Robert contestó, "Pues, como lo dice su nombre: a imprimir cosas."
Ya en el auto y rumbo a mi hotel, le dije a Fred, "¿Qué diablos es esto? ¿Cómo que se van a dedicar a 'imprimir cosas?' ¡No tienen la menor idea de lo que están haciendo!"
Fred, desplegando su mejor sonrisa me dijo, "Bueno, para eso estás tú aquí, para definir de qué se trata la empresa."
En ese momento pensé, pero no lo dije, "¿Qué diablos estaba pensando cuando decidí no firmar el contrato que me ofreció la empresa de Atlanta?"
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